Era avanzada la noche y el joven monje salió a sentir la frescura de la madrugada. Meditaba seriamente porque había visto materializarse ante sus ojos el milagro de la transformación. En el monasterio vivía un hombre que nunca se había decidido a profesar votos perpetuos. Había dedicado su vida a servir a los hermanos en toda labor que se le pidiera, pero cada vez que alguien le preguntaba si aspiraba a formalizar su relación con la vida monástica respondía:
—Esa no es mi misión; estoy satisfecho con vivir a la sombra, entre los calderos y los utensilios de limpieza.
Mientras los monjes rezaban sus laudes y vísperas el fiel amigo se esforzaba por tenerles el desayuno, almuerzo o cena listo. Casi no intercambiaba palabra con ninguno de ellos; su carácter era recio y su miraba esquiva. Más aún, no inspiraba confianza a los monjes aunque estos le agradecían profundamente su fidelidad, sentido de responsabilidad y cuidado hacia ellos y hacia la misión.
Sin embargo, el joven monje había saltado las barreras y poco a poco se había hecho amigo suyo. Con paciencia y cariño le había enseñado a sonreír ante lo lúdico de la vida y ante las cosas sin aparente importancia. Pero también le había inquietado a reflexionar sobre el valor de lo que hacía y cómo imprimirle dulzura, significado y trascendencia a lo que él había entendido toda su vida que eran obligaciones en lugar de hechos de amor. El hombre se resistía ante la insistencia del joven monje y le decía:
—No insistas, estoy viejo para pensar en cambiar mis obligaciones por oraciones y devociones. Oro mientras laboro, les sirvo para que ustedes puedan dedicar su vida al servicio de Dios.
Pero con paciencia el joven monje continuaba sentándose cerca a leer de manera que el lo pudiera escuchar sus libros de estudio y devociones. Ocasionalmente hacía comentarios y veía cómo el hombre disimuladamente le dirigía la mirada curioso y encantado a la vez. Poco a poco su rostro endurecido se había suavizado. Finalmente esta noche lo había visto acercarse al santuario a la hora de oración comunitaria. En lugar de temeroso y huraño se veía gozoso y amistoso. Los demás monjes lo miraban con cierta curiosidad pero lo habían acogido con alegría. El potencial había estado ahí y el deseo también, solo había hecho falta quien creyera en el y tuviera la paciencia de caminar a su lado y esperar.
El joven monje también había aprendido algo; tal vez unos llegan a un lugar para echar raíces y transformar sus hojas con cada estación pero aferrados al mismo suelo, mientras otros llegan como aves migratorias para adornar su follaje temporeramente hasta que cambie la temporada y sea tiempo de mudarse de árbol. En ese momento recordó el libro de Ester:
—Tal vez para este momento has llegado. Cumplida la misión el aire soplará y te indicará el camino al nuevo lugar donde emprender la nueva misión. Unos llegan para quedarse, otros llegan para remover el agua del estanque y hacer brotar el milagro desde su propio interior. Lo importante es poder reconocer para qué hemos llegado hasta aquí… Y eso nos ayudará a descifrar si es hora de echar raíces o volar.
¡Gracias por su vista!