Un anciano monje cargaba dos alforjas, una lucía casi vacía pero parecía pesar más que la otra. La que estaba aparentemente llena lucía mucho más liviana. Un joven monje recién llegado al monasterio salió de prisa para alcanzar al maestro en el camino y preguntarle:
—Hermano, ¿qué llevas en esa alforja que parece tan pesada aunque está casi vacía?
El monje le contestó:
—En la que está casi vacía me quedan pocas cosas. He pasado la vida desprendiéndome de lo que más he atesorado. Por cuanto más me apego más pesado se hace. Ya me quedan pocas cosas que dejar ir, pero precisamente lo que todavía conservo es porque mucho me cuesta desprenderme de ello.
—¿Qué llevas en el bolso que parece estar lleno sin embargo cargas con tanta facilidad? (Le volvió a decir el joven monje)
—¡Ah! En ese bolso guardo lo que he ganado cada vez que me desprendo de una pesada carga. Gano madurez y ligereza para caminar por la vida.
—No entiendo maestro, ¿por qué si lo que cargas es tan importante para ti debes dejarlo ir? ¿No es mejor que sueltes el otro bolso y cargues solo el que contiene lo más preciado?
—Esa podría ser una solución, (dijo el viejo monje) pero hasta lo que más amamos debemos dejar ir para que nuestro corazón se limpie de egoísmos. ¡Hijo, no es lo que amamos lo que pesa, es el miedo a perderlo lo que lo hace imposible de cargar! Lo que llevo en la alforja que vez llena son algunas de las cosas que había dejado en el camino y otras nuevas, pero ahora sin el temor del dolor que me pueda ocasionar perderlas. Mas bien las llevo para disfrutar de ellas mientras pueda y poder enseñarle a otros su valor.
—Maestro, ¿cómo puedo abandonar mi carga y aun estar feliz? (le preguntó el joven monje)
—Despréndete de ella con amor, nunca dejes de amar; pero ama sin miedo y con libertad.
¡Gracias por su vista!