Hemos cambiado la cultura de la razón por la cultura de la experiencia. Buscamos experiencias que validen nuestro conocimiento; eso mismo pasa con la fe.
La iglesia emergente debe ser una enfocada en relaciones y dinámicas participativas. Precisamente porque el cristianismo está basado en un encuentro participativo entre Dios y el ser humano. ¿Cómo recreamos ese encuentro hoy?
Los medios digitales nos han hecho participantes interactivos de los procesos comunicativos. De esa misma forma una iglesia contextual se mueve a cambiar su estructura lineal por una divergente. Para eso, la iglesia tradicional tiene que derrumbar las estructuras unidireccionales y pasivas de su discurso.
Este nuevo paradigma para la iglesia no llega sin desafíos. Asusta e incomoda. Nos enfrenta a considerar que podría haber más de una respuesta para cada pregunta y que la duda y la curiosidad podrían ser el mayor motor para la experiencia de Dios.
Me atrevería a desafiar el concepto de liderazgo tradicional para decir que la iglesia divergente desarrolla mentores y facilitadores en lugar de líderes y maestros. Estos hombres y mujeres estimulan, provocan e involucran a la gente para que formen parte activa en lugar de ser solo expectadores.
Este cambio desafía muchos paradigmas existentes. Por ejemplo: equivocarse no es malo. Por el contrario, promueve la creatividad y logra resultados originales. Además, la experiencia de Dios tiene un carácter colectivo en lugar de individual.
Algo que la iglesia perdió con la era de la palabra escrita fue el uso de las artes plásticas. Por siglos la iglesia fue mecenas de la creatividad. La pintura, la escultura, arquitectura, música y teatro eran extensión de la Palabra, tanto como Palabra en sí mismas.
Una iglesia divergente recupera las artes para crear experiencias que transformen y den un nuevo sentido a la vida.
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